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Opinión

La receta para construir la democracia

Por Jorge Gómez Barata

Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.

En cierta ocasión un estudiante salió al paso de mis explicaciones: “Profesor ―me dijo― las ideas de la democracia están tan desacreditadas que aburren…”. Una joven vino en mi auxilio: “También están desacreditadas las ideas sobre el amor, y no por eso la gente deja de amarse, y…mientras llega el amor, disfrutan de los dones que amar sugiere…”. Amén, dije yo.

En términos teóricos, la base económica determina las estructuras políticas y jurídicas, incluso la conciencia social. Expuesto así da la impresión de que se trata de hechos consumados, realizaciones perfectas, y procesos automáticos. Hay  quienes imaginan que tales fenómenos se preceden y dependen unos de otros.

Lo mismo ocurre con otras conclusiones teóricas como el “contrato social” “la mano invisible del mercado” o “la convergencia”, que son herramientas útiles para la comprensión global de la historia y el examen de grandes períodos, y no tan eficaces para el estudio de problemas y situaciones concretas.

No obstante, es frecuente el error de examinar estas entidades al margen unas de otras, y utilizar las conclusiones de modo errado y, por esos caminos, pedir “peras al olmo”. Así ocurre con la cuestión de la democracia.

La democracia es la más importante de todas las categorías políticas existentes,  uno de los productos más elaborados de la cultura, y uno de los más ambiciosos proyectos concebidos para ordenar las relaciones sociales, legitimar el poder y la autoridad, procurar la eficiencia de las instituciones privadas y públicas, incluidas las económicas, y establecer políticas sociales.

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El objetivo de la democracia es ordenar con justicia y equidad la convivencia social, permitir el funcionamiento del estado, fijar límites al poder, establecer regulaciones generales al mercado, y crear mecanismos de control institucional y social que impidan los excesos. Se trata de una herramienta insustituible en los esfuerzos por incentivar la participación social, elevar el protagonismo de la sociedad civil, y luchar contra las desigualdades. Su precepto básico es tan sencillo y hermoso como difícil de realizar: “El poder reside en el pueblo…”.

A tales formulaciones se llegó mediante un largo y espontáneo proceso de evolución de las estructuras económicas y sociales, mediante la maduración de las ideas políticas, y en permanente lucha contra el despotismo. En ello, el mérito mayor corresponde a las mentes más brillantes de teóricos, ideólogos, estadistas, líderes y hombres de fe, que han conducido a la humanidad hasta el punto donde se encuentra.

Es cierto que el ideal de la democracia no se ha realizado en ninguna parte, pero también lo es que en unos países se ha avanzado más que en otros. Coincidentemente, los estados nacionales donde el sistema político ha logrado un desarrollo más visible hacia la democracia, son aquellos que han alcanzado un mayor desarrollo económico y social.

La receta es por tanto avanzar sobre los dos pies: auspiciar la democracia política y usar sus herramientas para el progreso económico y social, o invertir la ecuación. Para el caso es lo mismo. Es obvio que todo no se puede tener a la vez, y que existen desequilibrios, pero ello no es motivo para descalificar opciones legítimas. El socialismo es una de ellas, la democracia es otra. El mérito reside en conjugarlas.

Con la democracia comienzan y terminan los más elevados ideales políticos y la convivencia más fructífera. Entre ellas, la del socialismo, que a la luz de la experiencia histórica y al amparo de lo posible debe ser próspero, sostenible e inequívocamente democrático. Allá nos vemos.